Cuando era pequeña siempre había música en casa. No era la misma música que escuchaban mis amigos y amigas en sus casas. Cuando nombraban canciones, yo no sabía quiénes eran esos cantantes y no era capaz de tararear esas melodías o de recordar esas letras que todos mis amigos reconocían con tan solo escuchar unas cuantas notas. En mi casa, se escuchaban cosas como The Pogues, The Pretenders, Eric Clapton, Janis Joplin, The Band, Joni Mitchel o Van Morrison (el mejor concierto de mi vida, por cierto). Todo eso era a lo que mis amigos se referían como: «la música antigua esa que te gusta».

Antes de empezar a hablar bien, empecé a tararear el estribillo de «Stop your sobbing song» (me encantaba cómo cantaba Chrissie Hynde, muy ochentera ella). Obviamente no supe hasta mucho después cuál era el verdadero título de la canción ni lo que decía la letra. Para mí era simplemente «top, top, top» (esto me dice mi padre, yo, obviamente, no me acuerdo). Luego supe que parte del estribillo era «stop, stop, stop» y me alegré de no ir muy desencaminada.

Cuando tenía unos 12 años, en clase de música, el profesor que teníamos por aquel entonces nos comentó que quería empezar una actividad extraescolar de canto para formar un coro en el colegio. Me gustó la idea. Nunca había cantado delante de nadie pero sí que había cantado delante de mí misma y sabía que yo misma era mi público más exigente así que estaba bien eso de saber qué opinarían otros. En el recreo de comedor(el recreo largo que teníamos), fui al salón de actos y había gente allí igual que yo que querían participar en la actividad. Una chica mayor, (de los que yo consideraba super mayores por aquel entonces, unos 16 años), empezó a cantar y me llegó muchísimo lo que hacía. Yo quería hacer eso. Se parecía a las cantantes a las que yo escuchaba, aquellas cantantes negras como Lauryn Hill (bendita Miseducation señora). Aquel timbre (ahora sé que se llama así) me sonaba parecido a Lauryn, a Etta, a Aaliyah, a Destiny’s Child. Era como escuchar a una negra cantando y pensé «¿qué hago yo aquí? Si esa suena como las que pongo en la mini cadena». Cuando me tocó, canté, pero sabía que no era suficiente, que no era tan buena como aquella chica, pero lo hice. Aquella fue la primera vez que me comparé con alguien real. Al final terminé formando parte del coro y cantando para el resto del cole pero no lo disfruté, no me gustó cómo lo hice, estaba demasiado nerviosa para disfrutarlo. Sentía que no tenía ni idea de lo que hacía.

Pasaron bastantes años hasta que volví a cantar delante de alguien que tuviese interés en escuchar. Fue mi primo quién tuvo la idea de invitarme a participar en un pequeño concierto familiar. Él es músico y sabía del tema, para mí era como que un experto te pidiese participar en lo que hacía. Y claro, lo que él me dijese que hiciera, eso tendría que hacer yo, me miraba y me avisaba. Me guiaba, y ahí yo me sentí segura.

Tiempo después formé un grupo con amigos en el instituto. Alguien les dijo que yo cantaba «bien» y que “tenía oído”, vamos, que «pillaba las cosas rápido». Y empezamos a ensayar. De esos ensayos surgió una actuación el día que terminamos el instituto y por eso muchos me recuerdan como «la que cantó en la graduación del Cabrera Pinto». Pero lo dejé. Lo dejé después de actuar delante de mucha gente, simplemente porque no lo disfrutaba. Me ponía tan nerviosa que temblaba todo el rato y solo pensaba en bajarme de aquel escenario. Solo quería bajarme. Que pasase rápido el concierto. Que acabase pronto. Como quien quiere que pase rápido un examen o que pase rápido el pinchazo de una vacuna (qué oportuno el símil). No me compensaba. Así que lo dejé.

Pasaron unos cuantos años hasta que me encontré con un cartel: «clases de canto, pide información sin compromiso». Y apunté el número de teléfono. Escribí un mensaje de Whatsapp, llamar me daba vergüenza. Me contestaron y quedamos la profesora y yo para una primera sesión de prueba. La academia estaba cerca del trabajo y me venía bien. Llevaba un par de años en los que solo vivía para trabajar, ni hacía deporte ni dedicaba mi tiempo a ningún hobby. Así que fui a la clase, me armé de valor y durante la sesión la profesora me pidió cantar para escuchar mi voz y ver cómo comenzar a trabajar. Pero no pude. La profesora me dijo que no me preocupase, que no pasaba nada, que mucha gente tenía miedo escénico, que era algo «común». Se dio la vuelta, me dijo que si me daba la espalda tal vez yo me sintiese más cómoda, menos observada. Y, después de 10 minutos, canté cuatro líneas de «Dirty man», una versión de Joss Stone. Era soul, de los estilos de música que más me gustan. Cuando la que sería mi profesora durante tres años se dio la vuelta, me dijo que no entendía por qué tenía tanto miedo. Así, poco a poco mis clases de canto se convirtieron en muchas ocasiones en sesiones de superación de miedos y de aprender a confiar en mí misma. Aprendí mucho y tras dos años en clases empecé a disfrutar de cantar y algunas cosas que hice incluso me gustaron. Luego llegó la época del coro de góspel.

El góspel era un tipo de música que había conocido sin darme cuenta. Muchas de las cantantes a las que yo admiraba venían de ahí y la mayoría de géneros musicales que me gustaban (blues, soul, r&b) tenían su raíz en el góspel. Los espirituales me apasionaban. Uno de mis discos favoritos es el Amazing Grace de Aretha Franklin, ese disco me sacudió cuando lo escuché por primera vez, el disco de gospel más vendido de la historia. Así que, como se pueden imaginar, cuando descubrí que había coros de góspel en Tenerife simplemente aluciné. Entré en un coro. Pero las cosas no salieron como esperaba. Y salí de allí.

No tardé mucho en buscar otro sitio donde seguir aprendiendo. Al principio pensé que necesitaba un grupo nuevo porque echaba de menos los conciertos o los ensayos, pero nada de eso. Pronto me di cuenta de que necesitaba otro grupo porque necesitaba seguir aprendiendo a CANTAR, solo eso. No echaba de menos subirme a un escenario, sino que echaba de menos cantar por el mero hecho de hacerlo. Como alternativa estaba «la Escuela de Ezequiel». Así la llamaban algunos. Todo el que conoce algo sobre el góspel en Canarias conoce a Eze o al menos sabe que existe porque ha escuchado su nombre. Y aquí estoy, en la Escuela. Porque me encanta cantar. Porque es una escuela, y en la escuela se aprende, que es lo que yo quiero hacer. No porque quiera tener lo que tenía antes ni hacer lo que hacía antes, sino precisamente porque quiero cantar sin que me exijan nada, solo cantar y, sobre todo, aprender a TRANSMITIR. Así, con mayúsculas. Siempre he admirado a esos cantantes que consiguen ponerme los pelos de punta “simplemente” cantando (nótense las comillas en “simplemente”, que no es moco de pavo).

Reconozco que a veces la vergüenza y el miedo me impiden ser como soy realmente y reconozco que he pensado dejarlo porque creo que nunca voy a superar ese miedo. Pero luego pienso que, si me voy, no tengo otro sitio donde cantar (suena egoísta, pero es real). Si me voy, no tendré la oportunidad de cantar con gente o en un escenario y darme la oportunidad de aprender a disfrutarlo de verdad. Si me voy no tendré la oportunidad de ver la cara de esa gente que se sienta en una silla para dedicar su valioso tiempo a escucharte. Eso es bonito. Es bonito transmitir cantando. Yo quiero aprender a hacer eso. Porque siento que no sé transmitir de otra forma. 

Tal vez aprendí a canturrear y a imitar sonidos antes de aprender a hablar bien porque esa podía haber sido mi forma de expresarme. Porque tal vez pueda transmitir más cantando que hablando. No soy muy buena expresándome con palabras y, pensándolo bien, la única vez que he sentido que me he abierto en canal ha sido cantando. Siento que me desnudo cuando canto. Tal vez por eso en mi primera clase no canté hasta que mi profesora se dio la vuelta y me dio la espalda. Porque para mí expresarme cantando es algo íntimo. Tan íntimo como desnudarte. Y no te desnudas delante de cualquiera.

Virginia Hernandez