A Pilar le costaba imaginar cómo era eso de vivir sin hacer nada y aunque era un pozo de expectativas por cumplir, comprendía que lo perfecto no tenía que ser necesariamente lo mejor.

Pertenecer a un coro, con una amplia textura vocal, era un logro insólito. Sus compañeras de cuerda, Cristina, Isabel  y Rachel, habían confesado que soñaban con ser grandes intérpretes y Pilar, ignorando que le tomaban el pelo, se cuestionaba cómo era posible que no se dieran cuenta de sus estridentes agudos.

No se mordió la lengua y le preguntó a Cristina – ¿Crees en el mérito inmediato? –  

– ¡Ay, Pilar!  Despéjame la duda. – respondió ingeniosamente.

-Claro ¿Por qué no? Llevamos el ritmo en la sangre y tenemos talento. Solo hay que practicar – intervino Isabel, mirando  a sus compañeras con suficiencia. 

– Pues yo tengo un cojoplan- opinó Rachel.

– ¿Un cojoqué? –  preguntó Pilar, decidida a dar por buena cualquier estrategia y resolver su falta de coordinación.

– Creo que poseemos las cualidades en bruto de las bailarinas – interrumpió Cristina con sarcasmo.

Cada miércoles el peculiar grupo había convertido los minutos previos al ensayo en un ritual festivo y, como trasfondo e hilo conductor de aquellos encuentros, el gospel. Pero había que bailar….

– A la derecha, a la izquierda. ¡Palmada! ¡Palmada! – Repetía Isabel.

– He llegado a aprender de memoria cada uno de los matices del Happy Day, pero esto me supera- Se quejaba Pilar.

– Imagina una loseta, colócate dentro de ella y no salgas de las rayas. ¿Entiendes? –  preguntó Rachel, locuaz y divertida.

– ¿Hacia qué lado tengo que ir? Respondió Pilar que seguía perdida.

-Déjate columpiar por nosotras – le tranquilizó Isabel.

-La cadera y los hombros al mismo tiempo. ¡No es salsa! – gritaba Cristina desgañitada.

La cuestión no era lo mal que lo hacía sino la corriente de emoción que experimentaba. – He encontrado “El callejón de los milagros”- suspiraba Pilar, identificándose con los personajes de esta novela entre sus alegrías, dificultades y aspiraciones. Y sintió la necesidad de abrazarlas.

 Los tenores y bajos aprovechaban las palmas para tonificar sus músculos, las sopranos y contraltos con estilo y energía contagiosa, se mecían acompasadas, mientras que el director, como un poseso, aporreaba el teclado a medida que la música cobraba vigor. Sin embargo, la pobre Pilar, continuaba dentro de la loseta con los codos pegados al cuerpo y desorientada.

Y entre gesto y gesto la música con su gama de emociones y, entre gesto y gesto, el humor para tomar distancia.

Prota Beltrán