“Agárrese fuerte y aguante el resuello”.
“Le he dicho una y cien veces que una dama distinguida tiene que comer delante de la gente como un pajarillo”.
“¡Vístame de una vez!”
“No puede ir escotada antes de las tres de la tarde. Échese el chal sobre los hombros, no quiero que le salgan pecas después de haberme pasado todo el santísimo invierno tratando de aclarar la piel con leche.”
Este diálogo entre Mammy y la señorita Escarlata corresponde a una de las escenas de la película Lo que el viento se llevó, que, aparte del amor y desamor de los protagonistas, trata sobre el desmoronamiento de una sociedad ubicada en el llamado Profundo Sur de EE.UU., anterior a la Guerra de Secesión. ¿Y qué relación hay entre este largometraje, el góspel y yo? Poco y mucho. Fue a partir de ese momento cuando empecé a interesarme por todo aquello que acontecía en la extensa cuenca del río Mississippi, sin siquiera saber el motivo de tamaño hechizo. Centrándome en los esclavos, me sorprendía su sentido innato del ritmo y su habilidad para con el baile, como si todo ello formara parte de su identidad como raza.
Por otro lado leí que los primeros viajeros que recorrieron África siempre encontraban instrumentos de percusión que se suelen clasificar como membranosos. Ingeniosos tambores de diferentes tamaños y formas hechos de troncos de árboles vaciados o calabazas cortadas por la mitad y cuya membrana de piel de oveja o leopardo era fuertemente estirada sobre la abertura. Simplemente un palo golpeado contra el suelo, palmas sobre los muslos, pateo de talones o efectos especiales como alaridos, gemidos y notas guturales eran más que suficiente para acompañar los frenéticos bailes ancestrales.
Pero volvamos al Gran Río. Indígenas y europeos, plantaciones esclavistas y bandidos, personajes de toda calaña se entremezclaban entre sí y, a finales del siglo XIX, la música afroamericana se integra plenamente en la estadounidense, a pesar de que eran canciones de llamada y respuesta, de oraciones y alabanzas, así como de trabajo, lamentos y gritos. Gradualmente surgieron diferentes géneros de la llamada música negra: blues, jazz, soul, hip hop, espirituales, funk y, por supuesto, EL GOSPEL.
En los años 60 mi generación se sintió atraída por la música británica y la de América Latina. Así que mis primeros contactos con el gospel se diluyen en el tiempo. Recuerdo un concierto durante las fiestas del pueblo. Los integrantes del grupo eran afroamericanos y sus canciones también. En esa fría y ventosa plaza, entre un mar de sillas de tijera, nos encontrábamos mis tres adormilados hijos y yo como únicos espectadores. Vano esfuerzo, ellos siguieron los ritmos propios de sus edades y mi marido permaneció en los boleros. En 1977 el “estilo Nueva Orleans” llega con el primer Festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz y, por fin, años más tarde, enriqueciendo nuestra vida cultural, se celebra por primera vez el Festival de Gospel de Canarias, el cual cumple este año su 15ª edición.
Otra de mis primeras experiencias fue cuando acudí a la presentación de un libro, del cual no recuerdo ni el título, ni el escritor porque lo que realmente me interesaba del evento era la actuación de un grupo de gospel. Me impresionó la calidad de sus voces, el protagonismo de cada cuerda y timbre. También un talentoso y “desinquieto” director que resumía energía hasta por las orejas. ¿Podrán adivinar su nombre? Era tal mi entusiasmo que me acerqué y le pregunté que si, a modo de felicitación, le podía dar un beso, y, con cara de circunstancia me respondió, “¿Señora, no me ve que estoy sudando?”. No le hice ni caso y se lo di, me sentí como una fan saludando a una gran estrella del panorama musical. Participé en tres de sus talleres. Nunca olvidaré el primero, literalmente me caían las lágrimas de la emoción. Tanto fue así que una de las componentes del grupo se acercó a mí, visiblemente preocupada.
A finales del verano de 2017, leí una nota de este peculiar joven: abría una escuela de gospel en Tenerife. Ni me lo pensé y el primer miércoles de septiembre, a las siete de la tarde, me encontraba en la sala de ensayos con otras personas presentándome. “Prota, de Protagonista, jubilada” y ya no hable más. Durante ese curso, por tres veces consecutivas estuve a punto de marcharme. No daba la talla. O desafinaba o no encontraba el tono. Nunca había cantado en inglés. Utilizaba músculos que no había usado antes y me dolían las mejillas. Si recordaba la técnica, se me olvidaban las letras. Frustrada de poder perder la oportunidad de pertenecer a un grupo de gospel pensaba que si sentía miedo podía ser una señal de que me podían pasar cosas interesantes. Durante el segundo año la sensación fue más sutil y ya finalizando el actual ni se la conoce, ni se la espera. ¿Saben lo que pregunté antes de rellenar el formulario de solicitud?: “tope de edad”. La contestación fue más o menos la siguiente: “El límite se lo pone cada uno”. “Pues qué bien” respondí, “porque tengo 69 años”. Así que echen cuentas. Si no son los años, ¿quién será el osado y atrevido que me diga que no puedo continuar en este grupo coral porque, nunca mejor dicho, no doy la nota? Los beneficios de pertenecer a un coro son muchos, entre ellos la ALTA AUTOESTIMA.
Ligando todas estas vivencias, compruebo que la mítica película ha tenido una gran influencia en mí en cuanto a mi interés por este género musical. Va mas allá, te toca el alma y el sentimiento es profundo. Estos tres años han sido un verdadero regalo. Algo así como una enorme caja envuelta en papel blanco con un gran lazo de lunares de todos los colores.

Escrito por Prota Beltrán.